Aún no había levantado del todo la bruma de la mañana cuando se perfilaba,
por entre las callejuelas, el cortejo del señor del castillo. Iban camino de la
feria para celebrar el aniversario de la reconquista del lugar y nombramiento
del sitio como muy venerable villa de Aracena. En medio del cortejo, la hija
del señor, bien protegida por sus vasallos; a su lado, la doncella María.
Al llegar a la plaza nueva del mercado, luego conocida como plaza alta o de
la Asunción, observaron los puestos con los productos de los mercaderes:
frutas, verduras, ganado,... En un extremo de la plaza sonaba la cítara de un
trovador. María, la bella doncella, fue seducida de inmediato por la música y
el cantar del joven juglar, a quien se acercó a escuchar.
Vengan todos a escucharme
vengan y se alegrarán.
Son historias de otras gentes,
de algún lejano lugar.
El trovador, subido a su carreta, intentaba agradar al gentío. Unos
atendían, otros pasaban de largo sin más. De inmediato se percató de aquel
rostro claro de ojos de caramelo. Por unos momentos no atinó a recordar los
versos que repetía en cada pueblo; quedó prendado de la mujer.
A la hora en la que el sol empieza a caer, el cortejo emprendió camino de
vuelta al castillo y el trovador siguió con su mirada a la doncella. Más aún;
no podía despegarse de aquella visión y decidió seguir entre caballos,
escuderos y lanceros. Bien se fijó en la ventana por la que, poco después,
asomaba la muchacha.
Esa ventana lo atraería, como un imán, las jornadas siguientes. Un día,
tras amanecer, vio cómo salía la joven del castillo, camino de la acequia,
portando las prendas mejores de su señora y dispuesta a entregarla a las
criadas que habrían de lavarlas. Ella miró al trovador cuando pasó junto a él y
dejó caer el pañuelo. Él lo recogió y marchó tras su bella dama.
Al llegar a la acequia, entretanto las criadas disponían la ropa para
lavar, atreviéronse a hablarse. Él confesó su amor y ella que era pretendida
por el jefe de la guardia, alguien a quien no amaba, pero con quien debía
desposarse por orden de su señora. Él se negaba a aceptar la situación e
intentaba convencerla de que otra vida sería posible junto a él, que la amaba
desesperadamente. Ella, por no ofenderlo, dijo que accedería a su propuesta, a
costa de los destinos reservados, si le mostraba una prueba irrefutable de
amor: descubrir el árbol de donde nacen los poemas y traerle, como prueba, una
flor que de sus ramas crezcan. Cosa que ella sabía imposible.
Él le contestó que no tenía idea de si tal árbol existía, pero que no
pararía hasta encontrarlo y, si no lo encontrara, volvería para hablarle de su
desdicha.
Vuela ya, caballo mío
y no dejes de volar,
que mi vida está un árbol
que ambos hemos de encontrar.
Primero había preguntado a las gentes del lugar, pero nadie supo darle una
respuesta. Luego visitó, una a una, las villas cercanas, mas no encontró
respuesta. En él aparecía el nerviosismo, aunque sabía que tenía que seguir
adelante. Entre preguntas a unos y a otros supo de la existencia de un viejo
ermitaño que dedicaba su tiempo a escribir poesía. Se aprestó a visitar al
anciano, por si éste podía darle alguna noticia de donde podría hallarse tal
árbol. Lamentablemente el viejo le dijo que no sabía dónde se encontraba,
aunque, caso de existir, probablemente lo hiciera en la cumbre más alta de la
montaña; allí, más cerca de la nube que del río, más del cielo que de la
tierra, más de lo infinito que de lo pasajero.
No perdió tiempo. A la mañana siguiente, cuando aún no había despuntado el
alba, emprendió el camino. Le había hablado el ermitaño de un río que
transcurría entre chopos y abedules, entre árboles de hojas amarillas y hierba
fresca, un río que nacía del mismo corazón de la montaña que había de subir.
No había cansancio, no había descanso, no había nada más que el deseo, la
necesidad y la ilusión de toparse con el árbol de donde nacían los poemas.
Cuando los últimos rayos de sol parpadeaban ya tenuemente llegó a la cumbre
de la montaña. Buscó alrededor, pero no había nada. Se ahogaba en su
desilusión, se desesperaba en su propia desdicha y, abatido por la pena y el
cansancio, se sentó en una piedra a reposar su lamento. El cansancio físico y
el cansancio de la ilusión no tardaron en hacer que se quedara dormido. Y allí,
recostado en aquella piedra grande, tuvo un sueño. Se le apareció el árbol de
donde nacen los poemas. Lo vio tan claro que supo dónde estaba, pero no podía
alcanzarlo, era solamente un sueño.
Horas más tarde despertó, recordó el sueño y emprendió el camino de vuelta.
Ahora, gracias a aquel sueño, sabía que el árbol que buscaba no lo encontraría
en montaña alguna, ni en el valle ni en la vaguada. Comprendió dónde
encontrarlo.
Vuela ya, caballo mío
y no dejes de volar,
que hemos encontrado el árbol
y a mi dama he de contar.
Se dirigió a ver de nuevo a su amada. Cuando ella lo vio aparecer sin la
flor se desanimó, aún sabiendo que la misión era imposible, porque también ella
deseaba que hubiera sido capaz de encontrar lo que le había pedido.
Llegó, la miró y le sonrió. Ella le preguntó si no había ido a buscar la
flor y él le dijo que sí y que había comprendido que su viaje había sido
innecesario, pues la flor se hallaba mucho más cerca de lo que ambos pensaban.
Le dijo que no podía traerle la flor del fruto del árbol donde nacen los poemas
porque esa flor, ese fruto y ese árbol eran los ojos de ella cuando lo miraban
a él.
Una lágrima brotó entonces de los ojos de ella, comprendiendo que,
afortunadamente, no podría ver materialmente aquel árbol porque el amor no ve
con los ojos; el amor ve con el corazón.
Ella olvidó el sitio donde estaba y que cerca podría merodear su
pretendiente oficial. Ambos se abrazaron en el momento que, desde la atalaya
más alta del castillo, el jefe de la guardia los divisó. Presto a terminar con
aquella escena, no tuvo por más que sacar su arco y sus flechas. Fue
fulminante, una sola flecha bastó para atravesar a los dos enamorados y
dejarlos, así abrazados, para la eternidad. Sin perder un momento, ordenó a la
guardia que bajara hasta donde yacían los dos cuerpos inertes.
Mas cuando la guardia llegó, no encontró los cuerpos, no encontró prueba
alguna de los enamorados. Tan grande fue el amor que sintieron que, abrazados,
se desvanecieron y sus cuerpos se filtraron entre piedras, hierba fresca y
rocas de la zona noroeste de la montaña del castillo.
Muchos años más tarde, se cuenta que un pastor, de nombre Blas, buscando
uno de sus animales perdidos, dio con la entrada a una cueva a la que llamó
gruta maravillosa. Y se dice que, cuando a ella entró, descubrió maravillas
naturales. Una de ellas, en el lado noroeste de la gruta, consistía en una
estalactita y una estalagmita que habían crecido, una hacia la otra, hasta
llegar a rozarse.
Allí, observando aquella maravilla, se quedó dormido y soñó con una
doncella y un trovador que se conocieron cierto día en el que se celebraba la
feria por el aniversario de la reconquista del lugar.
La vida no supo darles
tiempo para disfrutar
una estancia entre ambos,
una estancia en libertad.
Mas la flecha envenenada
que muerte les fue a dar
hizo unirse para siempre
la doncella y su juglar.
Alfonso Pedro Domínguez
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- Esta leyenda se sitúa en un pueblo andaluz; ¿lo conoces? ¿qué sabes de este pueblo? ¿y de su castillo?
- También se menciona una gruta maravillosa... ¿existe en realidad? ¿quién la descubrió?
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